Hubo un tiempo, no tan lejano, en el cual el mundo occidental pareció encontrar la fórmula mágica. Un obrero en una fábrica, con un solo salario, podía comprar una casa, mantener una familia, tener un coche y hasta irse de vacaciones. Era el sueño de la clase media, alcanzado por millones de trabajadores en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Y aquí, cada país tiene su Mesías, socialdemocracia en algunos, democristianos en otros e incluso en España hay gente que habla de Franco (risa contenida). Este periodo que se dio en los países desarrollados occidentales, conocido como la "edad de oro del capitalismo", no fue un milagro. Fue una reacción. Una respuesta estratégica del sistema para sobrevivir a su único y formidable competidor: la Unión Soviética. Por eso, diferentes países con gobiernos muy dispares terminaron confluyendo en las mismas soluciones.
El contrapeso: cuando el capitalismo fue obligado a ser "humano"
Tras la devastación de la guerra, las élites políticas y económicas de occidente miraban con recelo hacia el Este. La URSS, aunque autoritaria, prometía algo radical: un mundo sin explotación, con pleno empleo, educación y sanidad universales y gratuitas. Para una clase trabajadora europea y americana que había vivido la miseria de la Gran Depresión, el mensaje era seductor. Además, la URSS había salido como una de las potencias victoriosas de la guerra, ganando gran prestigio entre las clases trabajadoras y generando temor en el empresariado capitalista.
El capitalismo se enfrentó a una disyuntiva: reformarse o arriesgarse a que su propia población abrazara la revolución. La solución fue lo que se conoció como el "Pacto Social". Un acuerdo tácito entre capital, trabajo y gobierno.
A cambio de paz social y de aceptar el sistema, los trabajadores recibirían salarios dignos, sólidos derechos laborales y un estado del bienestar robusto. Los impuestos a las grandes fortunas y corporaciones eran altísimos (incluso en EEUU el tipo marginal máximo superó el 90%), financiando escuelas, hospitales y pensiones. Los sindicatos, consiguiendo mejoras y avances, en el fondo, se convirtieron en un dique de contención contra el comunismo, gozando de un poder sin precedentes.
Era la "tercera vía", un concepto propugnado por Marx como un imposible, ya que creía que los dueños de los medios de producción jamás iban a ceder tanto. Se trató de un capitalismo domesticado por el miedo a la alternativa comunista. Como dijo en los años 50 el estratega de la CIA Paul Nitze, la mejor forma de ganar la Guerra Fría era "mejorar las condiciones de vida de los menos favorecidos". La prosperidad de la clase media era la mejor propaganda anticomunista.
Cuando todo saltó por los aires: Thatcher, Reagan y el primer asalto
El consenso no se rompió de golpe. En los años 80, con la URSS envejecida y estancada, su amenaza empezó a percibirse como menos urgente. Fue el momento elegido por dos líderes conservadores para lanzar el primer asalto al pacto de posguerra.
Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en EEUU impulsaron con fervor ideológico las políticas del neoliberalismo. Desmantelaron el poder sindical (la huelga de mineros en Gran Bretaña o la de controladores aéreos en EE.UU.). Bajaron impuestos a los ricos y a las corporaciones con la teoría (totalmente desacreditada) de que la riqueza "gotearía" hacia abajo (trickle-down economics o efecto derrame). Iniciaron la narrativa de que "el Estado no es la solución, sino el problema" como dijo Reagan.
Demostraron que era posible revertir las conquistas sociales, incluso con la URSS aún en el mapa. Pero lo peor estaba por llegar...
1991: el año en el que se apagó el rival
La desaparición de la Unión Soviética fue celebrada en buena parte de Occidente como "el fin de la Historia". Su victoria absoluta eliminó la principal razón que obligaba a ser generoso con sus ciudadanos.
Sin un modelo alternativo que asustara a las élites, el contrapeso desapareció. El capitalismo ya no necesitaba demostrar que podía ser justo.
Quemando el tren para alimentar la locomotora
Lo que vino después fue una aceleración global de las ideas de Thatcher y Reagan. Los gobiernos, de izquierdas y derechas, como en la película de los hermanos Marx en la que queman un tren entero para alimentar la locomotora, comenzaron a "quemar" los recursos públicos para alimentar una locomotora con cada vez menos sentido para existir.
Privatizaron todo lo rentable: energéticas, telecomunicaciones, bancos, ferrocarriles...
Es cierto que, en el corto plazo, la venta de una empresa pública daba un chute de dinero a las arcas del Estado, permitiendo bajar impuestos o tapar agujeros presupuestarios sin tener que subir los impuestos, lo que es muy popular desde el punto de vista electoral. Pero, a medio y largo plazo, se ha demostrado que ha sido un desastre: el Estado se privó para siempre de los ingresos recurrentes (dividendos) que esas empresas generaban. Perdió herramientas para controlar sectores estratégicos (como la energía) y su capacidad para financiar servicios públicos se resintió gravemente.
Se creó un círculo vicioso: menos ingresos por privatizaciones y rebajas fiscales suponen menos dinero para sanidad y educación de tal forma que los servicios empeoran, así que se usa esa mala prensa como excusa para recortar más o privatizarlos.
Un mundo más rico, pero más inseguro
Hoy vivimos las consecuencias de aquella victoria. De hecho se está volviendo al capitalismo previo a la Unión Soviética, donde existe la familiarización del trabajo (todos los adultos en una casa deben trabajar para llegar a fin de mes) como ocurría con el proletariado del siglo XIX. Acceder a una vivienda es una quimera para la clase trabajadora. La desigualdad ha regresado a niveles de principios del siglo XX. Y el Estado, despojado de sus activos y con una fiscalidad debilitada, está más limitado que nunca para proteger a la ciudadanía en crisis como una pandemia o las subidas de precios de materias primas vitales.
El capitalismo funcionó mejor para la mayoría cuando se sintió amenazado. La existencia de un rival creó un equilibrio de poder que forzó la creación de una sociedad más igualitaria, algo que el propio Marx y sus seguidores consideraban imposible. La desaparición de la Unión oviética no marcó el fin de la historia, sino el inicio de una nueva era de inseguridad económica donde la promesa de que cada generación viviría mejor que la anterior ya no existe a no ser que nos refiramos a las personas millonarias o milmillonarias. Un recordatorio de que un capitalismo sin control estatal es muchísimo peor que el Leviatán teorizado por Hobbes.
